En el corazón verde del Vaupés, donde el río murmura historias más antiguas que la memoria y el viento trae mensajes que solo la selva entiende, existe un lugar donde la seguridad no llega con botas firmes ni órdenes frías, sino con sonrisas, escucha y manos extendidas.
Ese lugar es Ceima Cachivera, bautizado en 1975. Allí, en medio de la espesura amazónica, la Policía Nacional y la comunidad indígena han aprendido a caminar juntas, paso a paso, como quien reconstruye un puente que el tiempo y la historia habían dejado caer.
El amanecer no tiene prisa en esta región. El sol se cuela tímido entre árboles centenarios, las aves entonan su canto ancestral y el río —camino, mercado, memoria y vida— inicia su danza diaria. Sobre sus aguas se desliza una lancha con el escudo de la Policía Nacional. No lleva sirenas ni armas alzadas: transporta medicinas, libros, pan, chocolate… y, sobre todo, la promesa de no estar solos.
Durante décadas, las comunidades amazónicas vivieron en la orilla opuesta del Estado. El uniforme significaba distancia; el idioma oficial sonaba ajeno; y el poder que venía de afuera generaba más temor que confianza. “Antes, cuando veíamos la lancha acercarse, escondíamos a los niños”, recuerda un anciano. “Hoy ellos corren a saludarla. La diferencia no está en el uniforme, sino en el corazón con el que llegan.”
Esa transformación fue fruto de la paciencia: escuchar antes que hablar, preguntar antes que ordenar. Hoy, la Policía del Agua, los Carabineros y la Policía Comunitaria recorren los mismos ríos que han navegado por siglos los pueblos originarios. Cada trayecto fortalece una nueva relación: una donde la autoridad no impone, sino acompaña.
Ceima Cachivera es pequeña en cifras, pero inmensa en historia. Son 119 habitantes distribuidos en 27 familias, guardianes de una herencia que se niega a desaparecer. Hombres y mujeres sostienen la vida en este rincón selvático; los niños crecen jugando en lengua originaria; y los mayores, con más de siete décadas de sabiduría, cuidan con paciencia el equilibrio del mundo. Allí conviven cubeos, yurutis, guananos, desanos, piratapuyos, itanos, barazanos, tuyucas, macunas y tucanos, junto a mestizos y blancos. En este mosaico humano, las diferencias no dividen: multiplican.
“Nuestro objetivo es construir una zona segura donde la comunidad y la Policía trabajen juntas, sin fronteras, para garantizar el bienestar de todos”, afirma el coronel Felipe Andrés Ardila Valderrama, comandante del Departamento de Policía Vaupés. Sus palabras no son un discurso vacío: se sienten en cada casa, en cada fogón, en cada conversación bajo la sombra del yarumo.
Lo que hoy sucede era impensable hace unos años. A la orilla del río, los niños corren a recibir a quienes antes temían. Los ancianos estrechan manos con respeto. Las mujeres comparten historias y café caliente bajo los árboles. Ya no hay operativos sorpresivos ni órdenes tajantes: hay talleres, diálogos y proyectos compartidos. La seguridad se construye en equipo, como si cada gesto amable fuera un ladrillo invisible que levanta un territorio nuevo: el territorio de la confianza.
“Que la Policía llegue así, con respeto y ayuda, es algo nuevo y valioso para nosotros”, dice una anciana mientras dibuja figuras en el rostro de un niño. “Ya no los vemos como autoridad distante, sino como parte de nuestra vida. Nos escuchan, entienden nuestras necesidades y caminan con nosotros.”